Los
curas del Monasterio presencian el primer suceso que los lleva a la conclusión
de que Jesús ha regresado entre nosotros. Pero años después cuando se aproxima
lo inevitable, los clérigos deliberan sobre el destino del ungido, sin imaginar
que en otro punto del Orbe también una serie de acontecimientos están empezando
a suceder.
El Ser que vino del Cielo
ESMARAGDO CAMAZ
CAPITULO
III
LA
PRIMERA SEÑAL
¿Qué
los tiene aquí reunidos que las cacerolas debéis usar ante mi presencia?—los
cuestionó Jesús en un tono de ingenuidad.
--Nada
hijo, nada, sólo estábamos deliberando sobre asuntos propios de la
Iglesia—respondió Benigno.
Jesús
se quedó mirando a los curas mientras se colocaba al frente de la mesa. Los seis
religiosos seguían atentos con la mirada los movimientos del Gigante.
El
niño del huevo se había convertido en un hombre muy grande. Medía más de dos
metros, pero se veía todavía mucho más alto. Era muy corpulento, un atleta,
fuerte se podría decir. Sus manos eran enormes y cuando extendía sus brazos
daba la impresión de que podía abrazar la inmensidad.
La
túnica no dejaba ver sus potentes piernas pero sus pies, muy grandes,
enfundados en chanclas de cuero, denotaban fuerza al andar.
Su
rostro de tez blanca imponía respeto. Sus ojos, de un color azul profundo,
develaban su alma. Cejas bien pobladas, una nariz perfectamente perfilada,
labios sugeridos, una dentadura intacta y una barba de seis días daban marco a
una quijada firme. Cabello castaño abundante, apenas rizado y de un largo que
caía hasta sus hombros, eran parte de su identidad corporal.
--Algo
que os mostrareis sorpresa les causará—les advirtió Jesús.
Los
curas se quedaron viendo unos a otros. Pero conociendo a Jesús, sabían que lo
mejor era esperar su siguiente paso sin chistar.
El
joven, parado a unos centímetros de la mesa en el cabezal justo frente a su
foto, la que colgaba de la pared en el otro extremo donde Benigno estaba
sentado, retrocedió dos pasos y extendió sus largos brazos apuntando hacia el
suelo.
Jesús
fijó su mirada en el pesado comedor de madera y empezó a levantar sus brazos
lentamente.
Los
curas trataban de adivinar el propósito del joven.
--¡¡Oh,
Jesús hijo!!—exclamó Macías con una especie de grito ahogado, al ser el primero
en notar que la enorme mesa estaba abandonando el piso.
--¡¡Dios
Santo!!—lo secundó el padre Federico.
--Silencio—
les ordenó Jesús.
Una
mezcla de asombro y temor envolvió a los seis curas al ver cómo la mesa seguía
su pasmoso ascenso.
Aunque
valga decir que a lo largo de los años no fueron los actos circenses del niño
lo que más sorprendió a los curas, sino las señales que evidenciaron la
resurrección del Señor, a través de las acciones y los milagros que Jesús
realizó.
El
primero de estos sucesos ocurrió en 2007 cuando Jesús tenía 17 años y estaba
por terminar el Seminario.
Un
hombre ensangrentado yacía a las puertas del Monasterio. El sujeto clamaba
ayuda con una voz que se iba apagando lentamente, mientras el rechinar de las
llantas todavía se escuchaba a lo lejos tras el estruendo de la metralleta que
habían vaciado sobre el individuo.
--¡Dios
Santo! ¿qué está pasando?—se dijo para sí Macías al tiempo que corría desde su
habitación hacia la puerta de acceso de la casona.
Era
de noche temprano, serían las 19 horas y pico. Los seminaristas, que vivían y
realizaban la mayoría de sus actividades en la parte posterior de la casona, ya
estaban en sus aposentos, mientras que los seis curas, que habitaban en la
parte frontal del inmueble, realizaban todavía algunas actividades.
--¡Ten
cuidado Macías!—alcanzó a gritarle Sirenio al verlo pasar corriendo por la
estancia central camino al patio frontal.
--¡Santo
cielo! ¡Padre Sirenio venga acá y ayúdeme! ¡pronto!— le gritó Macías pocos
segundos después, cuando ya estaba tratando de auxiliar al Moribundo.
Sirenio
dejó el sofá y se dirigió tan rápido como pudo a la puerta, aunque no alcanzó a
llegar a ésta pues Macías, ya con el moribundo en brazos, le pidió que trajera
una sábana.
--¿Qué
te pasó hijo?—
--Me
dispararon…me quieren matar…—apenas alcanzó a responder el hombre.
--¡Dios
Santo!—aquí tengo la sábana padre.
--Sí
padre, ayúdeme, tenemos que envolverlo con la sábana y llevarlo a la sala, éste
hombre se está muriendo—
--¿Pero
qué le pasó?—
--No
lo sé padre, sólo dice que lo quieren matar, que le dispararon—respondió Macías
mientras llevaban cargado al hombre hacia el interior de la casona.
--Pongámoslo
sobre la mesa—propuso Macías.
--Avisa
a los demás mientras yo lo cuido—ordenó Sirenio, que intentaba sin resultados
hacer algo por el moribundo, quien ya se encontraba boca arriba sobre la mesa.
--¡¡¡Hermanos,
hermanos!!! ¡vengan urgente, es urgente que vengan!—
Aquello
se volvió un ajetreo que se extendió hasta la parte posterior de la casona,
porque los gritos descontrolados de Marcías despertaron a todo mundo.
Los
cuatro curas convocados llegaron al comedor y algunos de los seminaristas, que
en ningún caso fueron requeridos, ya estaban ahí, todos sin dar crédito a lo
que veían.
El
moribundo sobre la mesa bañado en su propia sangre y los espectadores sólo
viendo.
--¡Llamen
una ambulancia por el amor de Dios!—propuso el padre Constanzo.
--¡Sí,
Macías, busca el teléfono, por Dios!—le gritaba Benigno en medio del caos en ya
se estaba transformando la situación.
--Este
hombre ya está prácticamente muerto—advirtió Sirenio.
El
moribundo, un hombre joven de unos 26 años, vestía camisa de cuadros, jeans,
botas vaqueras y escandalosas alhajas. No era difícil imaginar las actividades
del sujeto.
La
calma entre nosotros reina cuando la mano del Señor sobre el moribundo se
postra—dijo Jesús en tono enérgico y con una voz templada que nunca antes le
había sido escuchada.
¡Jesús!—gritaron
todos al unísono, pues no notaron en qué momento se había aparecido el Gigante.
Jesús
se dirigió hacia la mesa para ver de cerca al moribundo, mientras todos se
apartaban, incluido Nicolás, quien todavía sujetaba la cabeza inerte del hombre
en desgracia.
El
gigante se acercó al hombre. Se agachó y pareció susurrarle algo al oído. Jesús
se incorporó y ordenó abrir la ensangrentada camisa del sujeto.
Macías
desabotonó la prenda escrupulosamente y dejó el pecho del hombre al
descubierto. Las heridas de bala eran múltiples y era claro ver que un hombre
en esas circunstancias había llegado a su final.
Jesús,
quien no se inmutaba por la escena, puso sus enormes manos sobre el pecho del
moribundo.
Ninguno
de los que veían la escena acertaban a abrir la boca. Se veían entre ellos,
pero el más elemental de sus sentidos les decía que debían ver y callar. Y así
lo hicieron.
Entonces
Jesús retiró sus manos del maltrecho cuerpo y con el dedo índice de su mano
derecha introduciéndolo en las heridas, extrajo cada una de las balas.
Las
carnes del sujeto se abrían tanto como era necesario, como si el dedo de Jesús,
cual bisturí, fuera cortando y ensanchando el surco de la herida lo necesario
hasta extraer la bala.
Mientras
Jesús hacía la maniobra, el cuerpo del vaquero permanecía inerte. Los
espectadores en cambio, eran un manojo de nervios.
Jesús
extrajo seis balas, cuatro de ellas de la región abdominal y dos de muy cerca
del corazón. Depositó los proyectiles a un lado del sujeto y entonces con sus
enormes manos, cubrió el pecho de éste. Las dejó ahí unos segundos y cuando las
retiró, se escuchó un clamor escalofriante que emanó de los espectadores, al
ver que las heridas estaban cicatrizando ráoidamente.
¡Silencio!—reclamó
Jesús.
Entonces
el gigante empapó sus manos con la sangre del moribundo y empezó a untarla
sobre la cabeza del individuo. Primero la untó suavemente, pero acto seguido,
le hizo una especie de frenético masaje al cuero cabelludo que pareció revivir
al sujeto.
En
un segundo y como impulsado por un resorte, el individuo se incorporó y sentado
sobre la mesa, como si hubiera despertado de un viaje, se quedó viendo
asombrado a los espectadores tratando de entender qué estaba sucediendo en ese
lugar.
¡Es
un milagro!—exclamó Benigno mientras se hincaba para persignarse.
El
padre Nicolás, el mayor de todos ellos, se desmayó de la impresión. Macías,
Sirenio, Federico y Constanzo se quedaron paralizados y fueron los seminaristas
entrometidos quienes haciendo un esfuerzo por no desfallecer también, lograron
asistir al cura de más edad.
El
vaquero todavía más aturdido al ver la impresión generalizada de los presentes,
también entró en pánico al voltear y cruzar mirada con Jesús, quien se había
retirado dos pasos a un costado de él.
Y
sin decir palabra, el vaquero brincó de la mesa y salió despavorido rumbo a la
puerta, en una especie de acto reflejo que no tuvo necesidad de preguntar cuál
era el camino para salir de ese lugar.
La
camisa de cuadros y los seis proyectiles sobre la mesa es lo único que quedó
del hombre aquel al que Jesús le salvó la vida.
El
Gigante, una vez hecho el trabajo, se retiró a su aposento, aun cuando en la
estancia los espectadores todavía no se recuperaban de la impresión.
Pero
hijo, ¿cómo hiciste eso?—alcanzó a preguntarle Sirenio mientras el Gigante
avanzaba en dirección a su habitación.
Vida
en quien todavía se arrepiente hay, mas en el frío corazón del falso
arrepentimiento la fe en Dios no vive—respondió Jesús.
La
mesa había ascendido tanto que los curas con ojos saltones apenas y podían ver
al Gigante que a cada segundo levantaba y más sus enormes alerones, pues el
armatoste ya casi les tapaba la visibilidad.
Los
curas, que se sentían seguros con el sombrero cacerola, clamaban en sus
pensamientos que Jesús terminara de una buena vez con su acto circense, pues
los nervios ya los tenían totalmente trastornados por la experiencia.
Jesús,
que siempre escuchaba sus pensamientos, estaba complacido de ver cómo los curas
con el susto hasta habían olvidado por un momento sus elucubraciones sobre un
asunto en que él ya había decidido, aún cuando todavía nadie se lo había
preguntado.
Mientras
la mesa seguía en el aire, en otro punto del Orbe, muy lejos de ahí, ciertas
cosas estaban empezando a suceder.
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