En un
Monasterio en San Cristóbal de las Casas, los clérigos llevan una vida disipada
que raya en los excesos. Cada uno de los curas, con sus virtudes y defectos,
van tejiendo su propio destino alejándose cada vez más de los preceptos de la
Iglesia y adentrándose en una vida mundana en la que el poder seduce hasta al
más firme. Sin embargo, esta noche un suceso va a cambiar sus vidas para
siempre, aunque a ellos les lleve años darse cuenta de ello.
El Ser que vino del Cielo
ESMARAGDO CAMAZ
CAPITULO I
EL HUEVO
Un fuerte estruendo se
dejó escuchar en el interior del Monasterio. Macías, uno de los padres de la
curia, creyó que era un efecto de los muchos truenos que se dejaban sentir esa
noche, una más de esas madrugadas de mayo en que el cielo desborda tanta agua
que los ríos pierden su cauce.
Macías era quien por las
noches permanecía alerta ante las necesidades del pueblo, que no eran pocas.
Nadie le había dado ese encargo, pero solícito como era, el clérigo siempre
salía por delante cuando de ayudar al prójimo se trataba.
En una curia en que la
política eclesiástica era el pan nuestro de cada día, un sacerdote más apegado
al servicio comunitario que a la búsqueda del poder, siempre era útil, y fue
por eso que Macías Cordero -el vigilante de la noche-, fue retenido en ese
lugar durante tanto tiempo.
Otra vez el estruendo tras
las enormes puertas de roble del Monasterio. Alguien tocaba a la puerta esa
noche.
--¡Bendito el cielo!—
exclamó el clérigo.
No sin dificultad, Macías
balanceó su pesado cuerpo y se levantó de la cama. Recogió su faldón de dormir,
se puso las viejas sandalias de cuero y arrastró los pies por el pasillo que
conducía hasta el patio delantero del inmueble. Su habitación era la más cercana
a la puerta de acceso al Monasterio.
El padre Benigno, la
máxima autoridad del lugar, había considerado apropiado asignar a Macías esa
habitación.
--Para que ésta alma del
señor esté más cerca del rebaño— había dicho Benigno aquel día, en referencia a
la afición caritativa de Macías, cuando en una de las mañaneras reuniones de
los clérigos, el líder de la curia, siempre manipulador, acostumbraba a darle a
cada quien por su lado.
--¿Qué haríamos sin ti,
hijo mío? es cierto que tú siempre estás al pendiente de la gente, porque de
otra forma, no sé cómo podríamos atender a tanto cristiano jodido que vive en
este pueblo y con este gobierno que cada día hace menos por los que más
necesitan—
Así le dijo Benigno a
Macías tiempo atrás, el mismo día que el clérigo lagartón lo dejó trabajando en
el convento mientras con su séquito, partió a Roma, donde se reunían para
confabular por nuevas prebendas dentro de la Iglesia, pues la Orden a la que
éstos curas pertenecían era una de las más influyentes en el mundo católico.
La Orden de los
Legionarios de Cristo nació en México en 1941, pero en 1946 su fundador,
Marcial Maciel, entregó al papa Pío XII su proyecto apostólico y educativo,
éste tomó la propuesta con sumo interés y bendijo la nueva congregación.
Poco después en 1950,
Maciel abrió el Centro de Estudios Superiores de la Legión de Cristo en Roma, y
Pablo VI le concedió en 1965 el “Decreto de Alabanza” para los Legionarios de
Cristo, por lo que la congregación fue plenamente reconocida en el derecho
universal de la Iglesia católica.
En 1997 Marcial Maciel fue
acusado de abuso sexual y pederastia, aunque hay constancia documental de casos
que se registraron desde los años cuarenta.
La Iglesia católica
investigó y encontró ciertas las acusaciones en contra del cura, razón por la
que pidió perdón a sus files y a su vez abrió el tema al público, lo que puso
al descubierto casos similares de otros sacerdotes en otras partes del mundo,
quizá el golpe más duro de credibilidad al catolicismo en 2 mil años de existencia.
Macías Cordero llegó
trastabillando hasta la puerta de acceso del Monasterio. Una bolsa negra de
plástico -de esas que se usan para la basura-, le servía para refugiarse
inútilmente de la lluvia.
--¡Quién es!— gritó a
manera de pregunta. --¡Qué importa!— se contestó asimismo al no escuchar
respuesta del otro lado de la puerta.
Al abrir una de las dos
pesadas puertas de roble, el clérigo se encontró con un enorme huevo que yacía
en el piso, sobre la banqueta.
Era un huevo de un
material plástico de unos 80 centímetros de diámetro. Macías asomó la cabeza y
viró hacía ambos lados de la acera buscando con la mirada a quien hubiera
dejado tan singular objeto.
Dos de la mañana, noche
lluviosa, las calles de San Cristóbal de las Casas estaban vacías.
Intrigado por el objeto,
Macías tomó el huevo y tuvo que ejercer cierta fuerza para levantarlo del piso.
No era un artefacto precisamente pesado, pero sí requería de fuerza como para
cargar unos seis kilos.
Llevó el huevo al interior
de la casona y lo depositó sobre una enorme mesa que estaba bajo la cornisa,
que servía de comedor a los sacerdotes y monaguillos. Y también para los
menesterosos que encontraban ahí un lugar ocasional para saciar el hambre.
Regresó a la puerta y la
cerró. Y cuando fue de nuevo hacia el huevo, se percató que ya había perdido la
bolsa de plástico con la que se protegía de la lluvia, aunque esto pareció no
importarle.
En eso estaba cuando un
relámpago iluminó todo el patio frontal del Monasterio. Segundos después de la
luz, un potente trueno estremeció todo el lugar.
--¡Bendito el Cielo!—
Parado frente al huevo,
Macías trataba de resolver con la mirada el ingenioso acertijo. Tomó con sus
manos el objeto, lo levantó y lo vio desde abajo hacia arriba, de izquierda a
derecha y de derecha a izquierda.
Buscaba saber qué había en
el interior del huevo. Era claro que algo había ahí adentro, pero no encontraba
la forma de abrirlo. Sus manos empezaron a recorrer todo el objeto. La
superficie del artefacto estaba mojada por la lluvia, por lo que el sacerdote
interrumpió la inspección y se apresuró a buscar un trapo para secarlo.
Entró a la cocina que
estaba adyacente al patio, encendió la luz y tomó una franela. Regresó a donde
estaba el huevo y empezó a secarlo suavemente. Notó con asombro que mientras lo
frotaba para eliminar el agua de la superficie, el artefacto iba ganando calor,
y para cuando terminó de secarlo, el objeto se podía decir que ya estaba tibio.
Entonces el huevo se abrió
por mitad.
--¡Válgame Dios!— exclamó
el sacerdote.
Dentro del huevo un bebé
dormía plácidamente. Era un infante hermoso de piel rosada y cabello castaño.
El niño estaba completamente desnudo y dentro del artefacto, que tenía una
especie de forro térmico, parecía estar muy cómodo.
En un primer instante Macías
no supo qué hacer. Quiso tomar al niño, frotó sus manos en su ropón como
queriéndolas secar, pero cayó en la cuenta que la tela estaba también mojada y
que de cualquier forma su contacto con el menor sería frío, así que desistió.
Presuroso corrió una vez
más a la cocina, buscó entre cajones y cachivaches de la alacena y encontró una
franela de color rojo. De regreso al patio le volaba el cotón.
Tomó al bebé con la
franela, lo envolvió y lo llevó en brazos al interior del inmueble. Fue
precavido al prender luces a su paso en camino a las habitaciones de los
sacerdotes, de tal forma que la luz no molestara al niño.
Suavemente fue tocando en
cada una de las puertas de los dormitorios. Era un código entre los curas que,
cuando algo surgía, Macías tocaba tres veces a la puerta y los clérigos iban
saliendo de sus aposentos para encontrarse en la sala central del convento para
informar sobre algún suceso.
Al padre Nicolás no le
cayó de muy buena gana tener que interrumpir el sueño. Eran las 2 y pico de la
mañana, según pudo comprobar al ver su reloj. Apenas minutos antes había podido
conciliar con su conciencia.
Nicolás Marmolejo era el
segundo en la jerarquía de la vieja casona. Llegó ahí a principios de los
setentas, cuando dejó su natal Olula del Río, un municipio de la Provincia de
Almería. Era andaluz.
Con algo más de 70 años de
edad y 20 en San Cristóbal, el cura era un costal de mañas. Y dada su amplia
experiencia en los menesteres de la Iglesia, el sacerdote aprovechaba esta
condición para sacar siempre raja a su favor cuando había que tomar decisiones
sobre asuntos relevantes en la curia.
--¿Y ahora qué le pasa a
Macías?—se dijo para sí el padre Sirenio, el revoltoso del Monasterio.
Sirenio Ampudia era
oaxaqueño. Y era por así decirlo, el menos Legionario de los curas del lugar.
Era ferviente creyente de la teología de la liberación y aunque igual que sus
colegas ponderaba la educación, el movimiento armado que se justifica con el
desprendimiento del yugo no le venía mal.
Era izquierdoso, pues no
faltaba a un mitin político de la rejuvenecida izquierda mexicana de los
noventas. Aunque era también asiduo visitante de las casas de los altos
funcionarios del Gobierno, donde recibía la dádiva para las causas sociales a
cambio de un sermón más moderado, dinero que siempre iba a parar a su bolsa.
Sirenio pegaba con
izquierda y cobrara con derecha. A sus 47 años era además, huraño, testarudo y
malhumorado, pensaban los curas de la Orden.
Los tres toques en su
puerta lo hicieron reaccionar rápido. De un brinco, el padre Federico ya estaba
de pie.
Federico Irigoyen era el
más joven de la curia. Con 27 años y una fortaleza física envidiable, el cura
era quien resolvía todos los desperfectos del lugar. Era además de excelente
carpintero, plomero, electricista y mecánico, un gran adulador.
Era simpático,
dicharachero y el más buscado por las señoras del pueblo, a quienes asistía
cuando una de ellas estaba en apuros.
En un tiempo en muchos
hogares de San Cristóbal de las Casas, especialmente en los de mejor acomodo,
los desperfectos surgieron como epidemia y en algunos casos incluso, el padre
Federico hizo reparaciones recurrentes para beneplácito de las señoras, que
siempre llamaban al cura cuando el señor de la casa estaba en el trabajo.
Los tres toques sonaron en
la puerta del aposento del padre Constanzo. Frío como era, sin mayor emoción,
dejó la cama para asistir al cónclave.
Constanzo Marini, un
italiano que llegó al Monasterio enviado directamente por Roma, no era
precisamente el más querido entre el grupo, pero sí era de los que estaban ahí,
el hombre con más influencias en las altas esferas de la Iglesia, pues aunque
su negro pasado lo perseguía, los sacerdotes en San Cristóbal de las Casas
sabían que con él había un lazo de conexión con el Vaticano.
El padre italiano, un tipo
calculador, misógino, retorcido y pederasta, fue expulsado del Vaticano en una
época en que estas conductas eran secretos que la Iglesia guardaba entre muros.
Y cuando la secrecía rebasaba estas paredes de contención, los clérigos
pecadores eran mandados a purgar penitencia en establecimientos aislados, como
podían ser, capillas perdidas de algún pueblo en medio de la nada o monasterios
ubicados en lugares recónditos más allá de Ultramar.
Y así fue como Constanzo
Marini llegó en los ochentas a San Cristóbal de las Casas, a purgar.
En la sala central de la
casona, los seis curas veían atónitos el huevo partido por mitad con el bebé
dentro. El niño dormía plácidamente.
--¿Pero cómo llegó esto
aquí Macías?—inquirió el padre Benigno.
--No lo sé padre, sólo
escuché que tocaban la puerta y abrí. Y ahí estaba el huevo—
--Sí, ¿pero qué
hiciste?—le insistió Benigno.
--¿Viste quién lo dejó?—se
anticipó Federico.
--No, no hermanos, no vi a
nadie, volteé para todos lados esperando ver a alguien, pero no había nada.
Absolutamente nada.
--¿Y entonces qué
hiciste?—cuestionó Sirenio.
--Nada padre, puse el
huevo en la mesa, en la de afuera, la que usamos para comer, fui a la cocina
por un trapo para secar el huevo y empecé a secarlo porque estaba muy mojado,
por la lluvia, y en eso, cuando lo sequé, noté que el huevo se puso tibio, y se
abrió solo, por la mitad.—
--¡Qué
sorprendente!—exclamó el padre Nicolás con una “s” bien siseada.
--Y entonces fue que vi al
bebé y lo metí para que lo vieran y para que decidamos qué hacer con
él—concluyó Macías su relato.
--Podemos quedarnos con él
si no hay una madre que lo reclame, y por lo que dice el padre Macías, pues
está claro que no hay una, así que me parece que se puede quedar aquí junto con
los demás niños del Monasterio—opinó Conztanzo Marini.
--No, no padre, eso no es
posible. Lo primero es avisar a las autoridades y ellos verán qué hacer con
él—lo atajó Sirenio.
--Bueno, aún avisando a
las autoridades, nosotros podemos pedirles al niño, después de todo y sin
padres, ¿en qué otro lugar podría estar mejor que aquí?—cuestionó el cura
italiano.
--Mmm…bueno, no suena tan
mal—dijo Federico en tono reflexivo.
--Yo no estoy tan seguro,
tampoco creo que sea tan sencillo, las autoridades deben investigar cómo llegó
aquí este niño, y eso, me parece, no es algo que puedan hacer de un día para
otro—cuestionó Sirenio.
--Pues por lo mismo, el
niño puede quedarse aquí aún mientras las autoridades investigan, así, si de
todas formas al final no dan con los padres, el niño ya estaría acostumbrado a
nosotros y nosotros a él—insistió Constanzo con entusiasmo, cosa rara en él.
--¿Y porqué tanto interés
en el niño padre Constanzo?—dijo Sirenio con un sutil lenguaje corporal que fue
una abierta advertencia sobre el pasado del cura italiano.
--¡¿Qué quiere decir padre
Sirenio?!— le espetó el italiano subiendo el tono.
--¡Basta!—intervino el
padre Benigno.
El grito del cura despertó
al bebé.
Del interior del huevo
surgió un resplandor que iluminó suavemente en tonos azul y rosa el aura del
niño.
--¡Madre
Santísima!—exclamó Macías mientras se persignaba.
--¡Jesús!—dijo el padre
Benigno mientras le hacía una reverencia de rodillas al bebé.
Todos siguieron al cura y
se arrodillaron para hacer la misma reverencia.
Benigno, de rodillas,
avanzó presuroso hasta el huevo que había sido depositado sobre la mesita de
centro, que estaba a dos metros de distancia de él, para ver de cerca al bebé.
A tras de él todos, unos de rodillas y otros a gatas, se abalanzaron sobre el
huevo para ver una vez más su interior.
Entonces vieron por
primera vez al niño a los ojos.
El bebé se quedó mirando
un punto fijo de una extraña forma que todos, los seis curas, desde su
posición, todos ellos arremolinados unos sobre otros y de frente a él, podían
verlo a los ojos como si los estuviera viendo fijamente a cada uno de ellos.
Un efecto como el de la
Gioconda de Leonardo da Vinci.
Los sacerdotes se quedaron
sin palabras. El azul intenso de los ojos del niño capturó por un momento la
absoluta atención y todos los sentidos de los atolondrados curas.
Y cuando hubo pasado un
tiempo, quizá el necesario, el niño, abriendo sus brazos tanto como pudo,
esbozó una emotiva sonrisa que llenó el lugar de paz y tranquilidad a la que
los hombres de Dios sucumbieron en el acto.
Después de la sonrisa, el
niño cerró los ojos y lo curas, poco a poco, fueron retomando el aliento. Se
incorporaron lentamente a sus respectivos lugares y se miraron unos a otros.
Benigno tuvo que tomar la
palabra y dijo lo que todos en el Monasterio querían escuchar.
--El niño se va a llamar
Jesús y se quedará aquí con nosotros—
Y parece que esa noche los
curas no se equivocaron, pues al niño le vino muy bien ese nombre en los años
venideros.
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